Anatomía De Una Masacre
La historia del asalto mortal a un pueblo mexicano cerca de la frontera con Texas.
Y la operación antidrogas estadounidense que lo desencadenó.
Nota del Editor de Trasfondo: Este reportaje de ProPublica y National Geographic relata cómo un operativo antidrogas de la DEA fue una de las causas que desató una matanza en el poblado de Allende, Coahuila en el norte de México en Marzo del 2011. Trasfondo lo reproduce íntegro con la autorización de sus autores.
"Tenemos testimonios de personas que afirman que participaron en el crimen. Se hablaba de alrededor de 50 camionetas que llegaron a Allende con gente vinculada al cartel. Ingresaron a domicilios, los saquearon, quemaron. Después de saquearlos, llevaron a las personas que vivían en los domicilios a un rancho a las salidas de Allende.
Primero los mataron y luego los metieron a una bodega donde había pastura, los rociaron con diésel y les prendieron fuego. Estuvieron alimentando el fuego horas y horas."
José Juan Morales | Coordinador de Investigadores
Subprocuraduría de Personas Desaparecidas | Estado de Coahuila
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[Los hechos descritos por el reportaje de ProPublica, no solo se circunscribieron a Allende, acciones similares ocurrieron en los cercanos municipios de Nava y Piedras Negras ^]
Los indicios de que algo innombrable pasó en Allende son contundentes. Cuadras enteras, en algunas de las calles más transitadas del pueblo, yacen en ruinas. Mansiones que fueron ostentosas hoy son cascarones desmoronados, con enormes agujeros en las paredes, techos carbonizados, mostradores de mármol agrietados y columnas colapsadas. Esparcidos entre los escombros quedan los vestigios raídos y enlodados de vidas destrozadas: zapatos, invitaciones a bodas, medicamentos, televisores, juguetes.
En marzo de 2011, el tranquilo pueblo ganadero, de unos 23 000 habitantes y a solo 40 minutos en auto de la frontera con Texas, fue atacado. Sicarios del cartel de los Zetas, una de las organizaciones de narcotráfico más violentas del mundo, arrasaron Allende y pueblos aledaños como una inundación repentina; demolieron casas y comercios, secuestraron y mataron a docenas, posiblemente a cientos, de hombres, mujeres y niños.
La destrucción y las desapariciones se sucedieron erráticamente por semanas. Solo unos pocos familiares de las víctimas — en su mayoría los que no vivían en Allende o habían huido — se atrevieron a buscar ayuda. “Quisiera aclarar que Allende parece zona de guerra” se lee en un informe acerca de una persona desaparecida. La mayoría de las personas a las que les pregunté por mis familiares respondió que no debería seguir buscándolos, porque a los de afuera no los querían y los desaparecían”.
Pero, a diferencia de la mayoría de los lugares en México destrozados por la guerra contra las drogas, lo que pasó en Allende no se originó en México. Comenzó en Estados Unidos, cuando la Administración para el Control de Drogas (DEA) logró un triunfo inesperado. Un agente persuadió a un importante miembro de los Zetas para que le entregara los números de identificación rastreables de los teléfonos celulares que pertenecían a dos de los capos más buscados del cartel, Miguel Ángel Treviño y su hermano Omar.
Entonces, la DEA se la jugó. Compartió la información con una unidad de la policía mexicana que, por mucho tiempo, ha tenido problemas con filtraciones de información, aunque sus miembros habían sido entrenados y aprobados por la DEA. Casi de inmediato,los Treviño se enteraron de que habían sido traicionados. Los hermanos planearon vengarse de los presuntos delatores, de sus familias y de cualquiera que tuviera un vínculo remoto con ellos.
La atrocidad en Allende fue particularmente sorprendente, porque los Treviño no solo habían basado algunas de sus operaciones en las cercanías — con movimientos de decenas de millones de dólares en drogas y armas por la zona cada mes — sino que también habían hecho del pueblo su casa.
Durante años después de la matanza, las autoridades mexicanas solamente hicieron esfuerzos inconsistentes para investigar. Erigieron un monumento en Allende para honrar a las víctimas, sin determinar por completo lo que había sido de ellas ni castigar a los responsables. Al final, autoridades estadounidenses ayudaron a México a capturar a los Treviño, pero nunca reconocieron el costo devastador de ello. En Allende, la gente sufrió, sobre todo en silencio, porque estaban demasiado asustados para hablar públicamente.
Hace un año, ProPublica y National Geographic emprendieron la labor de juntar las piezas de lo que pasó en este pueblo del estado de Coahuila: dejar a los que sufrieron la mayor parte del ataque, y a los que tuvieron algún papel en él, que contaran la historia en sus propias palabras, con frecuencia con gran riesgo para sus vidas.
Voces como estas rara vez se han escuchado durante la lucha contra el narcotráfico: funcionarios locales que abandonaron sus puestos, familias asediadas por el cartel y por sus propios vecinos, operarios del cartel que cooperaron con la DEA y vieron asesinados a sus amigos y familias, el fiscal estadounidense que supervisó el caso y el agente de la DEA que lideró la investigación y quien, como la mayoría de la gente en esta historia, tiene vínculos familiares en ambos lados de la frontera.
Cuando le preguntaron durante una entrevista sobre su papel en el caso, el agente, Richard Martinez se desplomó en su silla, con lágrimas en los ojos. “¿Cómo me hizo sentir el hecho de que la información se hubiera filtrado? Prefiero no decirlo, para ser honesto con usted. Me gustaría dejarlo así. Prefiero no decirlo”.
Después de más detenciones, el agente Richard Martinez, de la DEA, y el fiscal federal adjunto Ernest Gonzalez identificaron a El Diablo como Jose Vasquez, Jr., de 30 años, un nativo de Dallas que había empezado a vender droga cuando estaba en la secundaria
y que entonces era el distribuidor de cocaína más importante de los Zetas en el este de Texas, donde movía camiones llenos de drogas, armas y dinero cada mes.
Pero Martinez y Gonzalez vieron en su huida una oportunidad. Si podían persuadir a Vasquez para que cooperara con ellos, les daría acceso a los altos rangos de un cartel, que era notoriamente impenetrable, y la posibilidad de capturar a sus jefes, especialmente a los Treviño, conocidos como Z-40 y Z-42, que habían dejado un sendero de cadáveres en su escalada a la cima de la lista de los más buscados por la DEA. Miguel Ángel Treviño era conocido como Z-40 y Omar como Z-42.
Lo que Martinez quería eran los PIN (números de identificación personal) rastreables de los teléfonos Blackberry de los Treviño. Vasquez, después de huir, le había dado al agente una amplia ventaja. Su mujer y su madre todavía vivían en Texas.
Para evitar la captura, los Zetas hicieron que su lugarteniente más cercano en Coahuila, Mario Alfonso “Poncho” Cuéllar, les diera celulares nuevos cada tres o cuatro semanas. Cuéllar le asignó la tarea de comprar teléfonos nuevos a su mano derecha, Héctor Moreno.
Ante la presión de obtener los PIN de los teléfonos, Vasquez recurrió a Moreno, utilizando información que él manejaba. Fue Gilberto, hermano de Moreno, quien había sido sorprendido al volante del camión con 802, 000 dólares en el tanque de gasolina. Con 20 años de prisión por delante, Gilberto había confesado que trabajaba para los Zetas y que el efectivo pertenecía a los hermanos Treviño.
Vasquez organizó que su abogado en Dallas representara a Gilberto y le prometió que no dejaría que nadie en el cartel supiera de las declaraciones incriminadoras de Gilberto. Moreno le devolvió el favor a Vasquez al aceptar conseguirle los números. Pero, llegado el momento, Moreno lo reconsideró.
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Héctor Moreno Ex operario de los Zetas
· · · · · Vasquez Operario convicto de los Zetas
Se asimilaron a la sociedad, casándose con miembros de familias locales o asociándose con ellos. Algunos lugareños se unieron a las filas del cartel, incluyendo a varios miembros de un prominente clan de rancheros y mineros, los Garza.
El diario mexicano El Universal publicó un artículo sobre el asesinato en 2009. Informó que el cuerpo de Piña, hallado detrás de una escuela primaria católica, estaba tan lleno de balas que parecía que había sido “cosido a balazos”. El texto decía que le habían cortado la lengua y los dedos, uno de los cuales se lo habían metido en la boca. Los asesinos dejaron una nota escrita: “Nosotros no nos metemos con ustedes, ustedes no se metan con nosotros”. En octubre de 2015, las autoridades mexicanas erigieron un monumento para honrar a las víctimas de la masacre. Algunos residentes dicen que lo vieron como una afrenta, especialmente porque el gobierno no había hecho ningún esfuerzo real durante años para investigar la masacre. Aunque el obelisco de concreto se asienta en una rotonda de tráfico muy transitada en la entrada de Allende, poca gente se para a visitarlo.
Sin embargo, a principios de este año, uno de los supervisores de la unidad, Iván Reyes Arzate, se entregó a las autoridades federales estadounidenses para enfrentar cargos por compartir información sobre las investigaciones de la DEA con narcotraficantes. No queda claro si Reyes fue la fuente de la filtración en el caso de Allende.
No fue difícil para los Zetas reducir la lista de delatores bajo sospecha, porque muy poca gente tenía acceso a sus números PIN. Entre ellos estaban Mario Alfonso “Poncho” Cuéllar, el lugarteniente más importante de los Treviño en Coahuila, y Héctor Moreno, mano derecha de Cuéllar.
Sin decírselo a Cuéllar, Moreno le había dado los números PIN a Vasquez. Le estaba devolviendo un favor. El hermano de Moreno, Gilberto, era el conductor del camión que había sido detenido con 802,000 dólares en el tanque de gasolina. Frente a la posibilidad de pasar 20 años en prisión, Gilberto había confesado que trabajaba para los Zetas y que el dinero pertenecía a los Treviño. Vasquez había arreglado que su abogado representara a Gilberto y prometió que impediría que nadie más del cartel supiera sobre sus declaraciones incriminatorias.
Vasquez, Moreno, Cuéllar y Garza, cuyo rancho familiar fue la escena de muchos de los asesinatos, huyeron a Estados Unidos cuando empezó la masacre y accedieron a cooperar con las fuerzas de la ley estadounidenses a cambio de clemencia. Los escalofriantes reportes de lo que estaba pasando en Allende hicieron que las autoridades de Estados Unidos se dieran cuenta de la ira que había desencadenado aquella filtración. Seis años después de la masacre, no se ha hecho casi ningún esfuerzo para limpiar las escenas de los crímenes. Cuadras enteras yacen en ruinas todavía. Esparcidos entre los escombros están los vestigios de las vidas que llegaron a un fin violento.
Los familiares fueron abandonados a su suerte a la hora de juntar las piezas de lo que pasó y reconstruir sus vidas.
En mayo de 2011, Héctor Reynaldo Pérez levantó un reporte de persona desaparecida con las autoridades estatales. Su hermana, que se había casado con un Garza, había desaparecido junto con su familia entera. Menos de un año después, el mismo Pérez desapareció. Un informe por parte de investigadores independientes de derechos humanos en El Colegio de México halló evidencia de que Pérez había sido visto por última vez en custodia de oficiales de la policía de Allende.
Después de eso, pocos familiares de las víctimas se atrevieron a buscar ayuda con las autoridades, mucho menos a hablar públicamente sobre su tragedia. Varios se mudaron a Estados Unidos.
Ninguna familia perdió más miembros que los Garza. Se cree que casi 20 de ellos están muertos, incluida Olivia Martínez de la Torre, de 81 años, y su bisnieto de siete meses, Mauricio Espinoza. Los hermanos del bebé, Andrea y Arturo, que tenían cinco y tres años en aquel momento, aparecieron en un orfanato de Piedras Negras después del asesinato de sus padres.
Su abuela paterna, Elvira Espinoza, camarera de un hotel en San Antonio, fue por ellos con su esposo.
Tres años después de la matanza de los Zetas, el gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, anunció que oficiales estatales investigarían lo que había sucedido en Allende. Lo informó con bombo y platillo; los oficiales anunciaron una “megaoperativo” para recabar evidencia y averiguar la verdad. Las familias de las víctimas y los habitantes de Allende indican que ha sido poco más que un ardid publicitario. La investigación no ha arrojado resultados de ADN concluyentes ni un cálculo final de los muertos y desaparecidos.
Menos de una docena de sospechosos han sido arrestados, la mayoría eran ex policías locales y peones del narco que seguían órdenes. Nadie ha sido acusado de asesinato. En 2015, la oficina del fiscal especial de Coahuila comenzó una serie de reuniones con familiares de aquellas víctimas que, como creían los investigadores — basados en confesiones — estaban muertos. Emitieron certificados de defunción, pese a no tener cuerpos, que enlistaban causas de muerte como “choque neurogénico” y “combustión total debido a exposición directa al fuego”.
Los indicios de que algo innombrable pasó en Allende son contundentes. Cuadras enteras, en algunas de las calles más transitadas del pueblo, yacen en ruinas. Mansiones que fueron ostentosas hoy son cascarones desmoronados, con enormes agujeros en las paredes, techos carbonizados, mostradores de mármol agrietados y columnas colapsadas. Esparcidos entre los escombros quedan los vestigios raídos y enlodados de vidas destrozadas: zapatos, invitaciones a bodas, medicamentos, televisores, juguetes.
En marzo de 2011, el tranquilo pueblo ganadero, de unos 23 000 habitantes y a solo 40 minutos en auto de la frontera con Texas, fue atacado. Sicarios del cartel de los Zetas, una de las organizaciones de narcotráfico más violentas del mundo, arrasaron Allende y pueblos aledaños como una inundación repentina; demolieron casas y comercios, secuestraron y mataron a docenas, posiblemente a cientos, de hombres, mujeres y niños.
La destrucción y las desapariciones se sucedieron erráticamente por semanas. Solo unos pocos familiares de las víctimas — en su mayoría los que no vivían en Allende o habían huido — se atrevieron a buscar ayuda. “Quisiera aclarar que Allende parece zona de guerra” se lee en un informe acerca de una persona desaparecida. La mayoría de las personas a las que les pregunté por mis familiares respondió que no debería seguir buscándolos, porque a los de afuera no los querían y los desaparecían”.
Pero, a diferencia de la mayoría de los lugares en México destrozados por la guerra contra las drogas, lo que pasó en Allende no se originó en México. Comenzó en Estados Unidos, cuando la Administración para el Control de Drogas (DEA) logró un triunfo inesperado. Un agente persuadió a un importante miembro de los Zetas para que le entregara los números de identificación rastreables de los teléfonos celulares que pertenecían a dos de los capos más buscados del cartel, Miguel Ángel Treviño y su hermano Omar.
Entonces, la DEA se la jugó. Compartió la información con una unidad de la policía mexicana que, por mucho tiempo, ha tenido problemas con filtraciones de información, aunque sus miembros habían sido entrenados y aprobados por la DEA. Casi de inmediato,los Treviño se enteraron de que habían sido traicionados. Los hermanos planearon vengarse de los presuntos delatores, de sus familias y de cualquiera que tuviera un vínculo remoto con ellos.
La atrocidad en Allende fue particularmente sorprendente, porque los Treviño no solo habían basado algunas de sus operaciones en las cercanías — con movimientos de decenas de millones de dólares en drogas y armas por la zona cada mes — sino que también habían hecho del pueblo su casa.
Durante años después de la matanza, las autoridades mexicanas solamente hicieron esfuerzos inconsistentes para investigar. Erigieron un monumento en Allende para honrar a las víctimas, sin determinar por completo lo que había sido de ellas ni castigar a los responsables. Al final, autoridades estadounidenses ayudaron a México a capturar a los Treviño, pero nunca reconocieron el costo devastador de ello. En Allende, la gente sufrió, sobre todo en silencio, porque estaban demasiado asustados para hablar públicamente.
Hace un año, ProPublica y National Geographic emprendieron la labor de juntar las piezas de lo que pasó en este pueblo del estado de Coahuila: dejar a los que sufrieron la mayor parte del ataque, y a los que tuvieron algún papel en él, que contaran la historia en sus propias palabras, con frecuencia con gran riesgo para sus vidas.
Voces como estas rara vez se han escuchado durante la lucha contra el narcotráfico: funcionarios locales que abandonaron sus puestos, familias asediadas por el cartel y por sus propios vecinos, operarios del cartel que cooperaron con la DEA y vieron asesinados a sus amigos y familias, el fiscal estadounidense que supervisó el caso y el agente de la DEA que lideró la investigación y quien, como la mayoría de la gente en esta historia, tiene vínculos familiares en ambos lados de la frontera.
Cuando le preguntaron durante una entrevista sobre su papel en el caso, el agente, Richard Martinez se desplomó en su silla, con lágrimas en los ojos. “¿Cómo me hizo sentir el hecho de que la información se hubiera filtrado? Prefiero no decirlo, para ser honesto con usted. Me gustaría dejarlo así. Prefiero no decirlo”.
La Masacre
La Casa de Los Pájaros, así llaman los lugareños a esta pequeña mansión en donde vivía uno de los hombres de los Zetas, a quien le gustaban las aves, tenia su propia colección privada. |
Mientras caía la tarde del viernes 18 de marzo de 2011, hordas de sicarios del cartel de los Zetas empezaron a entrar en Allende.
[ Según detalla el portal Border Beat sobre los hechos, el único error de Gerardo Heath Sanchez, fue aceptar ir de visita, aquella noche, a la casa de sus vecinos Víctor y Guillermo Cruz Saldua hijos de Victor Cruz Requena y Brenda Saldua Dovalina. La familia Cruz, junto con Gerardo fueron secuestrados por hombres armados durante la ola de violencia que se vivió en Piedras Negras, aquel viernes 18 de marzo del 2011. Según los informes, el hogar de la familia Cruz fue incendiado y destruido posteriormente. Se cree que los miembros de la familia Cruz Saldua, junto con Gerardo Heath Sanchez, fueron asesinados poco después del secuestro. Hoy se sabe por distintas fuentes que Victor Cruz Requena, un empresario local, tenía vínculos con el crimen organizado. ]
Desde Allende, los sicarios avanzaron hacia el norte a lo largo de un paisaje llano y seco, acorralando a gente mientras cubrían los 55 kilómetros hasta la ciudad de Piedras Negras, una extensión mugrienta de fábricas ensambladoras sobre el río Bravo. Los atacantes condujeron a muchas de sus víctimas hasta el rancho de los Garza, incluyendo a Gerardo Heath, jugador de futbol de secundaria de 15 años, y Édgar Ávila, de 36 años e ingeniero en una fábrica. Ninguno de los dos tenía nada que ver con el cartel o con la gente que el cartel creía que trabajaba con la DEA. Solo estaban ahí.
A la mañana siguiente, sábado 19 de marzo, los sicarios llamaron a varios operarios de maquinaria pesada y les ordenaron demoler docenas de casas y comercios en toda la zona. Muchas de las propiedades fueron saqueadas a plena luz del día, en colonias prósperas y transitadas, a la vista no solo de transeúntes, sino cerca de oficinas gubernamentales, jefaturas de policía y puestos militares. Los sicarios invitaron a la gente del pueblo a tomar lo que quisiera, desencadenando una ola de saqueos.
Los registros del gobierno obtenidos por ProPublica y National Geographic indican que a las autoridades estatales encargadas de responder ante emergencias les llovieron unas 250 llamadas de personas que reportaban disturbios, incendios, riñas e “invasiones a hogares” por toda la zona. Los entrevistados señalaron que nadie acudió a ayudar.
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Claudia Sánchez Directora de Asuntos Culturales y madre de la víctima Gerardo Heath
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María Eugenia Vela Abogada y esposa de la víctima Édgar Ávila · · · · ·
RodríguezEsposa de una de las víctimas · · · · ·
Márquez Vendedor de hot dogs
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Evaristo Rodríguez Veterinario y vicealcalde de Allende en aquella época
Esposa de una de las víctimas
A pocos kilómetros a las afueras del pueblo, los sicarios bajaron en varios ranchos vecinos a lo largo de una carretera de dos carriles pobremente alumbrada. Las propiedades pertenecían a uno de los clanes más antiguos de Allende, los Garza. La familia
se dedicaba principalmente a la ganadería y realizaba trabajos diversos, entre ellos la minería de carbón. Pero, de acuerdo con miembros de la familia, algunos de ellos también trabajaban para el cartel.
Ahora, estos nexos resultaban mortíferos. Entre aquellos de quienes los Zetas sospechaban que eran soplones — de manera equivocada, se supo más tarde — estaba José Luis Garza, Jr., un miembro del cartel de rango relativamente bajo. Cuando las camionetas llenas de sicarios invadieron Allende, uno de sus primeros destinos fue un rancho que pertenecía al padre de Garza, Luis, a pocos kilómetros del pueblo, junto a una carretera de dos carriles mal iluminada. Era el día de pago y varios trabajadores habían ido al rancho por su dinero. Cuando aparecieron los sicarios, tomaron como rehén a todo aquel que encontraron. Al anochecer, las llamas empezaron a alzarse desde uno de los grandes almacenes de bloques de cemento del rancho, donde el cartel quemó los cuerpos de los muertos.
Ahora, estos nexos resultaban mortíferos. Entre aquellos de quienes los Zetas sospechaban que eran soplones — de manera equivocada, se supo más tarde — estaba José Luis Garza, Jr., un miembro del cartel de rango relativamente bajo. Cuando las camionetas llenas de sicarios invadieron Allende, uno de sus primeros destinos fue un rancho que pertenecía al padre de Garza, Luis, a pocos kilómetros del pueblo, junto a una carretera de dos carriles mal iluminada. Era el día de pago y varios trabajadores habían ido al rancho por su dinero. Cuando aparecieron los sicarios, tomaron como rehén a todo aquel que encontraron. Al anochecer, las llamas empezaron a alzarse desde uno de los grandes almacenes de bloques de cemento del rancho, donde el cartel quemó los cuerpos de los muertos.
[ Según detalla el portal Border Beat sobre los hechos, el único error de Gerardo Heath Sanchez, fue aceptar ir de visita, aquella noche, a la casa de sus vecinos Víctor y Guillermo Cruz Saldua hijos de Victor Cruz Requena y Brenda Saldua Dovalina. La familia Cruz, junto con Gerardo fueron secuestrados por hombres armados durante la ola de violencia que se vivió en Piedras Negras, aquel viernes 18 de marzo del 2011. Según los informes, el hogar de la familia Cruz fue incendiado y destruido posteriormente. Se cree que los miembros de la familia Cruz Saldua, junto con Gerardo Heath Sanchez, fueron asesinados poco después del secuestro. Hoy se sabe por distintas fuentes que Victor Cruz Requena, un empresario local, tenía vínculos con el crimen organizado. ]
Desde Allende, los sicarios avanzaron hacia el norte a lo largo de un paisaje llano y seco, acorralando a gente mientras cubrían los 55 kilómetros hasta la ciudad de Piedras Negras, una extensión mugrienta de fábricas ensambladoras sobre el río Bravo. Los atacantes condujeron a muchas de sus víctimas hasta el rancho de los Garza, incluyendo a Gerardo Heath, jugador de futbol de secundaria de 15 años, y Édgar Ávila, de 36 años e ingeniero en una fábrica. Ninguno de los dos tenía nada que ver con el cartel o con la gente que el cartel creía que trabajaba con la DEA. Solo estaban ahí.
A la mañana siguiente, sábado 19 de marzo, los sicarios llamaron a varios operarios de maquinaria pesada y les ordenaron demoler docenas de casas y comercios en toda la zona. Muchas de las propiedades fueron saqueadas a plena luz del día, en colonias prósperas y transitadas, a la vista no solo de transeúntes, sino cerca de oficinas gubernamentales, jefaturas de policía y puestos militares. Los sicarios invitaron a la gente del pueblo a tomar lo que quisiera, desencadenando una ola de saqueos.
Los registros del gobierno obtenidos por ProPublica y National Geographic indican que a las autoridades estatales encargadas de responder ante emergencias les llovieron unas 250 llamadas de personas que reportaban disturbios, incendios, riñas e “invasiones a hogares” por toda la zona. Los entrevistados señalaron que nadie acudió a ayudar.
"Estaba empacando porque nos íbamos a San Antonio a las cinco de la mañana para ir a un partido de futbol. Gerardo iba a jugar, así que teníamos que estar ahí temprano. Gerardo y su hermana hacían tonterías afuera. Me asomé por la ventana y vi que llegaban dos amigos de Gerardo en coche. Eran nuestros vecinos.
Gerardo entró y me preguntó si podía ir con sus amigos. Le contesté: ‘No, Gerardo. Tenemos que empacar.’ Lo siguiente que supe fue que Gerardo traía puesta la ropa que le habíamos comprado por su cumpleaños. Acababa de cumplir 15. Su camisa era azul y hacía juego con sus ojos. Me dijo: ‘Anda, mamá. No me tardo.’
Le dije: ‘Está bien, Gerardo. No tardes.’
Alrededor de las 10 de aquella noche, mi marido llamó al celular de Gerardo para saber a qué hora volvería a casa. Gerardo no respondió. Mi marido llamó otra vez. Nada. Poco después tocaron a la puerta. Eran amigos de Gerardo, de la escuela. Parecían aterrorizados. Les pregunté: ‘¿Qué pasa? ¿Dónde está Gerardo?’
Los muchachos dijeron: ‘Se lo llevaron.’
Pregunté: ‘¿De qué están hablando? ¿Quién se lo llevó?.’
Los muchachos dijeron que vieron a Gerardo y a nuestros vecinos frente a la casa de ellos. Llegó una camioneta llena de hombres armados. Los hombres subieron a los vecinos y a Gerardo a la camioneta y se fueron. Los muchachos no reconocieron a loshombres. Y, como tenían armas, no se atrevieron a decir nada.
Unos minutos después llamamos al alcalde de Piedras Negras. Estaba en una boda. Nos dijo que se sentía terrible por lo que nos había pasado, pero que no había nada que él pudiera hacer. Ni una sola patrulla llegó.
"Estaba en el trabajo, esperando a que el juez firmara unos proyectos de sentencia que yo había escrito, cuando me habló Édgar para decirme que Toño, su amigo, lo había invitado a ver un partido de futbol. Yo estaba embarazada y, cuando llegué a casa, me sentía muy cansada. Édgar le había dado de cenar a nuestra hija y la bañó. Le pedí que me comprara empanadas antes de irse. Me las trajo y me dio un beso. No fue sino hasta que me desperté, a las 2 de la mañana, que me di cuenta de que no estaba Édgar. No entraba ninguna de mis llamadas. Me dije: ‘Qué raro que Édgar no me haya hablado.’ Édgar siempre me hablaba. Me quedé en un sillón esperándolo el resto de la noche, hasta alrededor de las 6:30 de la mañana. Entonces llamé a mi hermana. Le dije que Édgar no había llegado a casa. Entonces ella vino a mi casa y, en pijama, fui con ella y mi cuñado a casa de Toño. No había nadie, pero había signos de violencia. Estaba todo tirado.
Rodríguez
"El sábado empezó todo. Empiezan a tronar casas. Empieza a entrar la gente, a saquear, y todo lo que yo podía pensar era dónde podría estar Everardo. Todo el sábado lo pasé buscándolo y llamando a la gente para preguntar: ‘¿Qué has sabido?.’Una persona me dijo: ‘Vi a hombres armados.’ Otra me dijo: ‘Las bodegas se siguen quemando. El humo es muy negro, es como si estuvieran quemando llantas. Es un humo muy negro, espantoso.’
Recibí una llamada de un hombre que trabajaba con mi marido. Mi marido criaba gallos de pelea. En esta región, las peleas de gallos son muy populares. Él trabajaba para José Luis Garza, pero no de tiempo completo. Solo iba en las mañanas y en las tardes a alimentar a los animales.
El hombre me dijo: ‘Las cosas están muy feas ahí en el rancho. No sabemos qué pasó con toda la gente.’ Yo pregunté: ‘¿Cómo que qué pasó con la gente? ¿Cuál gente?.’
Dijo que varios de los que trabajaban con mi marido no habían llegado a sus casas en la noche. Uno andaba con el tractor. Otro andaba regando. Y nadie regresó a sus casas.
Le pregunté: ‘¿Pues qué hacemos? Vamos a buscarlos.’ Me dijo: ‘Ni te acerques para allá, porque te llevan a ti también.’
Pasó algo que se me quedó aquí, esa imagen de cómo la gente entró a las forrajeras y sacaban los costales de alimento para los animales, hasta los pericos, traían las jaulas. Traían lámparas y juegos de comedor.
A mí, la imagen que se me quedó muy grabada fue de una motocicleta pequeña en la que, atrás del que manejaba, iba una señora. La mujer había convertido una sábana en morral. La traía así como tipo Santa Claus, a un lado, llena de cosas. Y del otro lado, en la mano llevaba una lámpara. Y así iban en la moto, no podían equilibrarse, parecía que se iban a caer, pero ellos felices, porque ya llevaban no sé qué tantas cosas."
"Dos amigos míos se dedicaban a recolectar y vender chatarra. Se dieron cuenta de que el rancho estaba en llamas y los dueños ya se habían ido. Así que fueron — el papá y su hijo — para ver si había algo de valor para cargar. Vieron una freeza [un congelador] al lado de la carretera, una freeza grande. Y la quisieron mover. Pero estaba muy pesada. Y el padre dijo: ‘Ven ayúdame, vamos a echarla pa’rriba.’ La abrieron y había dos cuerpos ahí adentro. Huyeron.
"Se reunió todo el consejo municipal, no formalmente, solo estábamos reunidos: el alcalde, todos los regidores, el director de seguridad pública también. Y pues sí, había muchas preguntas. Lo principal: ‘¿Qué está pasando?.’ Pero todo el mundo quería saber, sobre todo, el porqué de las cosas. Ya todos sabíamos que había una balacera y algunos casos de desaparecidos y muertos.Sí se preguntó mucho qué hacíamos, pero nadie quería hacerse cargo. Uno de los regidores incluso dijo: ‘Oye, pues vámonos de aquí, de la presidencia, no vaya a ser que vengan por nosotros.’
No me quería sentir héroe, pero sí quería que al menos nos quedáramos en nuestras oficinas para que la gente viera que no la habíamos abandonado. Pero todos los funcionarios querían irse. Todos se enfocaron en sus propias familias.
Con todo lo que estábamos viviendo, desconfiábamos de todos. Nos dábamos cuenta de que había una situación de doble gobierno; no sé si me explico: el gobierno oficial de Coahuila y lo que es la delincuencia, que tenía el mando. Sabíamos que la policía ya estaba infiltrada.
El director de seguridad pública nos comentó: ‘Es algo entre ellos.’ No dijo nada más. No hacía falta. Yo entendí: ‘No investiguen y no se metan, o ya verán.’"
Lira
"La última llamada con Rodolfo fue al cuarto para las 12. Sonaba agotado. Todavía no sabía nada de sus padres. Le dije que había hecho todo lo que podía por ellos y que ahora era tiempo de pensar en Sofía y en mí. Le rogué que viniera a Eagle Pass con nosotros. Él dijo: ‘Bueno, ahí voy.’"Nunca más escuché de él."
"No hay un manual que te diga cómo actuar cuando alguien te arrebata un hijo. No hay un primer paso. Te vuelves loca. Quieres correr, pero no sabes adónde. Quieres gritar, pero no sabes si alguien está escuchando. Uno de mis primos sugirió que lo pusiera en Facebook. Así que escribí: ‘Devuélvanme a mi hijo. Si alguien sabe dónde está, tráiganmelo de vuelta.’
"¿Cómo puedo explicar lo que sentí? Era como si aquel día me hubieran secuestrado a mí también. De alguna manera, yo también morí. Mataron el futuro que teníamos, los planes, los sueños, las ilusiones, la paz, todo. En aquella época había vivido más tiempo con Édgar del que había vivido sin él. Solamente piense usted en esto. Además, estaba embarazada, no podía tomar ni un tranquilizante. Tenía que intentar mantenerme ecuánime, muy tranquila, pero llegaba a mi casa y sentía que se me caía encima. No encontraba dónde sentarme sin sentir que las paredes se me caían. No alcanzaba a comprender. Fíjese, a pesar de ser abogada, no alcanzaba a comprender qué había pasado."
El Operativo
Unos meses antes, en las afueras de Dallas, la DEA había lanzado el operativo Too Legit to Quit [Demasiado Legítimo para Rendirse], después de unas redadas que tuvieron resultados sorprendentes.
En una, la policía había encontrado 802,000 dólares en efectivo, empacados al vacío y escondidos en el tanque de gasolina de una camioneta. El conductor dijo que trabajaba para un tipo al que solo conocía como El Diablo.
Pero Martinez y Gonzalez vieron en su huida una oportunidad. Si podían persuadir a Vasquez para que cooperara con ellos, les daría acceso a los altos rangos de un cartel, que era notoriamente impenetrable, y la posibilidad de capturar a sus jefes, especialmente a los Treviño, conocidos como Z-40 y Z-42, que habían dejado un sendero de cadáveres en su escalada a la cima de la lista de los más buscados por la DEA. Miguel Ángel Treviño era conocido como Z-40 y Omar como Z-42.
Lo que Martinez quería eran los PIN (números de identificación personal) rastreables de los teléfonos Blackberry de los Treviño. Vasquez, después de huir, le había dado al agente una amplia ventaja. Su mujer y su madre todavía vivían en Texas.
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Para evitar la captura, los Zetas hicieron que su lugarteniente más cercano en Coahuila, Mario Alfonso “Poncho” Cuéllar, les diera celulares nuevos cada tres o cuatro semanas. Cuéllar le asignó la tarea de comprar teléfonos nuevos a su mano derecha, Héctor Moreno.
Ante la presión de obtener los PIN de los teléfonos, Vasquez recurrió a Moreno, utilizando información que él manejaba. Fue Gilberto, hermano de Moreno, quien había sido sorprendido al volante del camión con 802, 000 dólares en el tanque de gasolina. Con 20 años de prisión por delante, Gilberto había confesado que trabajaba para los Zetas y que el efectivo pertenecía a los hermanos Treviño.
Vasquez organizó que su abogado en Dallas representara a Gilberto y le prometió que no dejaría que nadie en el cartel supiera de las declaraciones incriminadoras de Gilberto. Moreno le devolvió el favor a Vasquez al aceptar conseguirle los números. Pero, llegado el momento, Moreno lo reconsideró.
Los Zetas controlaban todo. Hacían lo que querían. Cuando los soldados iban a una zona, alguien del ejército nos avisaba con antelación.A veces llegaban aviones llenos de policías federales, con 200 oficiales, pero recibíamos una llamada una semana antes: ‘¿Almacenan algo en tal o cual casa?.’Respondíamos: ‘No, no hay nada ahí.’Decían: ‘Qué bueno, porque hay una orden de cateo para ese lugar y los agentes van a llegar el jueves.’El gobierno nos dijo todo. Así sabía que, si el gobierno conseguía esos números, los Zetas se iban a enterar.
El día que Héctor me iba a dar los números, le llamé. Me dijo: ‘Conseguí los números, pero los tiré.’Le dije: ‘¿Qué pasó? Dijiste que me los ibas a dar.’Me contestó: ‘Estos números nos pueden meter en muchos problemas, así que los eché por la ventana.’Le dije: ‘Tengo a estos tipos esperándome. Les prometí que les iba a dar los números. ¿Y mi familia?.’Después de un rato lo convencí de que regresáramos al camino donde los había tirado. Lo recorrimos de arriba abajo por cerca de una hora o dos hasta que encontramos el trozo de papel.Conseguí todos los números: el de 40 y 42, y de todos ellos. No sabía lo que iban a hacer con ellos. Pensé que iban a intentar interceptarlos o algo así. Nunca pensé que iban a mandar los números de vuelta a México. Les dije que no hicieran eso, porque iban a causar la muerte de mucha gente. No solo eso, yo todavía estaba allí. Todavía andaba con esa gente. Me dijeron que no lo harían. Richard me dijo que tenía que confiar en él.
La Ocupación
La gente de Allende no era ajena a la ilegalidad. Por su proximidad a la frontera norte
— los vecinos hacen sus compras de fin de semana en el centro comercial de Eagle Pass, Texas — hacía mucho que familias dedicadas al contrabando vivían tranquilamente en la comunidad. Sin embargo, para 2007, los Zetas se establecieron ahí con el dinero
y la fuerza de una ocupación hostil. Eliminaron a rivales, tomaron el control de agencias gubernamentales importantes, convirtieron a la policía local en su secuaz y transformaron la región en un refugio para todo tipo de criminales.
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Carlos Osuna
Empresario retirado y organizador para el Partido Acción Nacional
Carlos Osuna
Empresario retirado y organizador para el Partido Acción Nacional
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Ángel Humberto García
Médico y ex legislador
Ángel Humberto García
Médico y ex legislador
El diario mexicano El Universal publicó un artículo sobre el asesinato en 2009. Informó que el cuerpo de Piña, hallado detrás de una escuela primaria católica, estaba tan lleno de balas que parecía que había sido “cosido a balazos”. El texto decía que le habían cortado la lengua y los dedos, uno de los cuales se lo habían metido en la boca. Los asesinos dejaron una nota escrita: “Nosotros no nos metemos con ustedes, ustedes no se metan con nosotros”. En octubre de 2015, las autoridades mexicanas erigieron un monumento para honrar a las víctimas de la masacre. Algunos residentes dicen que lo vieron como una afrenta, especialmente porque el gobierno no había hecho ningún esfuerzo real durante años para investigar la masacre. Aunque el obelisco de concreto se asienta en una rotonda de tráfico muy transitada en la entrada de Allende, poca gente se para a visitarlo.
La Filtración
Alrededor de tres semanas después de que Vasquez le diera los números PIN a la DEA, los jefes del cartel recibieron la noticia de que uno de los suyos los había traicionado y lanzaron una ola
de venganza.
Fuentes oficiales cercanas al caso dijeron que un supervisor de la DEA en Ciudad de México compartió información relacionada con los números con una unidad de la policía federal mexicana conocida como Unidad de Investigaciones Sensibles, cuyos agentes
habían sido entrenados y examinados por la DEA. A pesar de ello, tenía un pobre historial manteniendo información fuera de las manos de delincuentes. Un oficial de la unidad, dijeron las fuentes, fue el responsable de la filtración. Cuando ocurrieron
los hechos, los jefes de la unidad no respondieron a múltiples solicitudes de entrevistas.Sin embargo, a principios de este año, uno de los supervisores de la unidad, Iván Reyes Arzate, se entregó a las autoridades federales estadounidenses para enfrentar cargos por compartir información sobre las investigaciones de la DEA con narcotraficantes. No queda claro si Reyes fue la fuente de la filtración en el caso de Allende.
No fue difícil para los Zetas reducir la lista de delatores bajo sospecha, porque muy poca gente tenía acceso a sus números PIN. Entre ellos estaban Mario Alfonso “Poncho” Cuéllar, el lugarteniente más importante de los Treviño en Coahuila, y Héctor Moreno, mano derecha de Cuéllar.
Sin decírselo a Cuéllar, Moreno le había dado los números PIN a Vasquez. Le estaba devolviendo un favor. El hermano de Moreno, Gilberto, era el conductor del camión que había sido detenido con 802,000 dólares en el tanque de gasolina. Frente a la posibilidad de pasar 20 años en prisión, Gilberto había confesado que trabajaba para los Zetas y que el dinero pertenecía a los Treviño. Vasquez había arreglado que su abogado representara a Gilberto y prometió que impediría que nadie más del cartel supiera sobre sus declaraciones incriminatorias.
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Vasquez, Moreno, Cuéllar y Garza, cuyo rancho familiar fue la escena de muchos de los asesinatos, huyeron a Estados Unidos cuando empezó la masacre y accedieron a cooperar con las fuerzas de la ley estadounidenses a cambio de clemencia. Los escalofriantes reportes de lo que estaba pasando en Allende hicieron que las autoridades de Estados Unidos se dieran cuenta de la ira que había desencadenado aquella filtración. Seis años después de la masacre, no se ha hecho casi ningún esfuerzo para limpiar las escenas de los crímenes. Cuadras enteras yacen en ruinas todavía. Esparcidos entre los escombros están los vestigios de las vidas que llegaron a un fin violento.
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La Secuela
Durante años, las autoridades estatales y federales en México no parecían hacer un esfuerzo verdadero para indagar en el ataque. Las autoridades federales mexicanas dijeron que sus predecesores
no investigaron porque los asesinatos no se podían conectar al crimen organizado, pero reconocieron que ellos tampoco han investigado.
Los estimados de los números de muertos y desaparecidos varían enormemente entre la cifra official, 28, y la de las asociaciones de las víctimas, alrededor de 300. ProPublica y National Geographic han identificado alrededor de 60 personas cuyas muertes
o desapariciones han sido conectadas por familiares, amigos, grupos de apoyo a víctimas, archivos judiciales o informes periodísticos al asedio realizado por los Zetas aquel año.Los familiares fueron abandonados a su suerte a la hora de juntar las piezas de lo que pasó y reconstruir sus vidas.
En mayo de 2011, Héctor Reynaldo Pérez levantó un reporte de persona desaparecida con las autoridades estatales. Su hermana, que se había casado con un Garza, había desaparecido junto con su familia entera. Menos de un año después, el mismo Pérez desapareció. Un informe por parte de investigadores independientes de derechos humanos en El Colegio de México halló evidencia de que Pérez había sido visto por última vez en custodia de oficiales de la policía de Allende.
Después de eso, pocos familiares de las víctimas se atrevieron a buscar ayuda con las autoridades, mucho menos a hablar públicamente sobre su tragedia. Varios se mudaron a Estados Unidos.
Ninguna familia perdió más miembros que los Garza. Se cree que casi 20 de ellos están muertos, incluida Olivia Martínez de la Torre, de 81 años, y su bisnieto de siete meses, Mauricio Espinoza. Los hermanos del bebé, Andrea y Arturo, que tenían cinco y tres años en aquel momento, aparecieron en un orfanato de Piedras Negras después del asesinato de sus padres.
Su abuela paterna, Elvira Espinoza, camarera de un hotel en San Antonio, fue por ellos con su esposo.
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Elvira Espinoza
Ama de llaves de un hotel y abuela de los niños Espinoza
Elvira Espinoza
Ama de llaves de un hotel y abuela de los niños Espinoza
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Tres años después de la matanza de los Zetas, el gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, anunció que oficiales estatales investigarían lo que había sucedido en Allende. Lo informó con bombo y platillo; los oficiales anunciaron una “megaoperativo” para recabar evidencia y averiguar la verdad. Las familias de las víctimas y los habitantes de Allende indican que ha sido poco más que un ardid publicitario. La investigación no ha arrojado resultados de ADN concluyentes ni un cálculo final de los muertos y desaparecidos.
Menos de una docena de sospechosos han sido arrestados, la mayoría eran ex policías locales y peones del narco que seguían órdenes. Nadie ha sido acusado de asesinato. En 2015, la oficina del fiscal especial de Coahuila comenzó una serie de reuniones con familiares de aquellas víctimas que, como creían los investigadores — basados en confesiones — estaban muertos. Emitieron certificados de defunción, pese a no tener cuerpos, que enlistaban causas de muerte como “choque neurogénico” y “combustión total debido a exposición directa al fuego”.
Los hermanos Treviño, al final, fueron capturados en 2013 y 2015, en operativos por el liderados por la marina mexicana. Desde entonces, el dominio del cartel sobre Coahuila se ha debilitado y la vida nocturna ha regresado a Allende, aunque muchos residentes
todavía sobrellevan cicatrices emocionales y desconfían de los extraños. Se obsesionan con noticias de violencia vinculada al narcotráfico; temen que los hermanos Treviño controlen el tráfico de drogas desde la cárcel.
La DEA se atribuye a sí misma las capturas, pero no dice si ha investigado cómo terminó en manos de los Zetas la información sobre los números PIN. Terrance Cole, el supervisor de Martinez en Dallas, y Paul Knierim, en aquel entonces supervisor de la DEA en Ciudad de México que ejerció como enlace con la unidad de la policía federal mexicana entrenada por la DEA, se negaron a dar entrevistas.
Knierim fue ascendido y actualmente es el jefe adjunto de operaciones en la oficina central de la DEA en Washington.
Pero Martinez aceptó hablar, con un breve nudo un la garganta cuando le pregunté sobre su papel en la masacre. Distinguido como agente del año en 2011, ahora tiene cáncer de colon y hasta ahora el tratamiento médico ha fallado. Russ Baer, portavoz de la DEA, viajó dos veces desde Washington, D.C., a Texas para monitorear las entrevistas con Martinez y otro agente. Mientras Martinez hablaba, Baer interrumpió para enfatizar que los Zetas más importantes estaban en prisión y que la investigación hecha por la agencia tuvo éxito.
La DEA se atribuye a sí misma las capturas, pero no dice si ha investigado cómo terminó en manos de los Zetas la información sobre los números PIN. Terrance Cole, el supervisor de Martinez en Dallas, y Paul Knierim, en aquel entonces supervisor de la DEA en Ciudad de México que ejerció como enlace con la unidad de la policía federal mexicana entrenada por la DEA, se negaron a dar entrevistas.
Knierim fue ascendido y actualmente es el jefe adjunto de operaciones en la oficina central de la DEA en Washington.
Pero Martinez aceptó hablar, con un breve nudo un la garganta cuando le pregunté sobre su papel en la masacre. Distinguido como agente del año en 2011, ahora tiene cáncer de colon y hasta ahora el tratamiento médico ha fallado. Russ Baer, portavoz de la DEA, viajó dos veces desde Washington, D.C., a Texas para monitorear las entrevistas con Martinez y otro agente. Mientras Martinez hablaba, Baer interrumpió para enfatizar que los Zetas más importantes estaban en prisión y que la investigación hecha por la agencia tuvo éxito.